1683.
Europa vivía tiempos convulsos. A las puertas de la ciudad de Viena, el ejército turco, formado por más de 200.000 hombres comandados por el Gran Visir Kara Mustafá asediaba desde julio de ese año a la capital del imperio austriaco, y todo parecía indicar que la ciudad caería en poder de los otomanos.
Ante esta angustiosa situación, el Papa Inocencio XI, exhorta al rey Luis XIV de Francia: "Te conjuro, por la misericordia de Dios, que acudas en auxilio de la oprimida Cristiandad, para que no caiga bajo el yugo del tirano. Dios te ha señalado con tan buenas cualidades, y a tu reino con tantas fuerzas y recursos, que creo estás llamado por la Providencia para lograr la más hermosa gloria. ¡Sé digno de la grandeza de tu vocación!".
El francés desoyó las misivas del Santo Padre, mientras a orillas del Danubio se recrudecía el asedio, y parecía inevitable la rendición de la ciudad a los hijos del Islam. Las llamadas desesperadas del Papa, en cambio, fueron atendidas desde Polonia, y su Rey Juan Sobieski III, apodado "El león del norte", partió en ayuda del Emperador austriaco Leopoldo I. Entre polacos, austriacos y otros pequeños efectivos que acudieron en socorro de la ciudad, lograron formar un ejército de unos 65.000 hombres que tendrían que luchar contra la potente maquinaria turca, tres veces mayor en soldados. Antes de llegar al sitio de Viena, los polacos visitaron a la Santísima Virgen en un santuario, encomendándose a Ella.
Al amanecer de aquel 12 de septiembre, y tras escuchar misa, dio comienzo la batalla, que podría dar el triunfo a los Otomanos, y abrirle las puertas de Europa a los mahometanos, o bien devolvería la libertad a los vieneses. La contienda se presentaba desigual en numero de guerreros, pero, según el rey polaco, la Providencia Divina les confirió una singular ayuda, para nada esperada, aunque si agradecida, y es que una milagrosa tormenta de granizo castigó duramente al campamento turco, diezmando notablemente su poder ofensivo.
Al terminar la batalla, el rey de los polacos pronunció una celebre frase, que corrobora su convencimiento de la ayuda recibida en aquella histórica batalla: "Veni, vidi, Deus vincit" (Vine, vi y Dios venció).
El 25 de noviembre de aquel año de 1683, el Papa Inocencio XI, (beatificado en 1956 por S.S. Pio XII), estableció la conmemoración de la festividad del Dulce Nombre de la Virgen María.
En Sevilla, casi un siglo antes, ya existía una hermandad, que al cabo de los años dio origen a la cofradía actual de "La Bofetá": la de "GLORIA DEL DULCE NOMBRE DE MARIA", erigida en la collación de San Bartolomé el Nuevo o del Compás.
Juan Pedro Recio Lamata